¿Quién quiere la paz?

¿Quién quiere la paz?

Lejos de amainar la tempestad de fuego que asola Gaza y el Líbano, parece que arrecia. Aquellos que creían que la decapitación de Hamás y Hezbolá iba a facilitar un alto el fuego y el inicio de conversaciones de paz parece que no han estado muy acertados. Nunca ha sido sencillo vaticinar en tiempos de guerra.

Contaba la analista de conflictos Audrey Kurth Cronin en la revista Foreign Affairs del pasado mes de agosto que «parecía poco probable que una estrategia de decapitación en la que se detuviese o eliminase a la cúpula dirigente de un grupo terrorista pudiera funcionar con Hamás». Y es así porque históricamente las organizaciones terroristas que han desaparecido por eliminación de su cúpula dirigente eran pequeñas, muy jerarquizadas y forjadas entorno al culto a la personalidad de sus líderes. Además, no contemplaban, por innecesario, un plan de sucesión viable. No es el caso de Hamás si vemos sus características. Es una organización terrorista que está sólidamente establecida en la Franja de Gaza, con una antigüedad de más de 40 años, con una estructura extensa que comprende una gran red de contactos –incluidos internacionales– y que ha demostrado capacidad para reemplazar a líderes clave en momentos críticos y bajo presión. Conociendo la tenacidad y eficacia de los servicios de seguridad e inteligencia israelíes, si la eliminación de la cúpula pudiera acabar con el movimiento, hace mucho que se habría producido.

Eliminar al mensajero no garantiza en absoluto resolver el conflicto que relata el mensaje. El fracaso de Hamás y su desaparición, si es que algún día llega a suceder, se producirá por implosión, esto es, que la población sobre la que se asienta, aterroriza y utiliza como escudo, coartada y relato victimista perciba que hay una solución al margen de Hamás, que es posible, viable y deseable y elimine el movimiento. El esfuerzo probablemente más inteligente y rentable de Israel sería ayudar decididamente a que así fuera con todos los medios a su alcance.

El caso de Hezbolá es aún más complejo de analizar desde el punto de vista de su deseable desaparición. El Líbano es un país soberano en el que el ‘Partido de Dios’ desempeña un destacado papel desde su nacimiento allá por 1982 como organización político-militar respaldada por Irán, y cuya finalidad era la expulsión de Israel del Líbano. Recordemos que por aquel entonces el Líbano llevaba ya siete años de guerra civil y que Israel apoyaba a las milicias cristianas en contra de la OLP, que se asentó en el Líbano tras su expulsión de Jordania.

Hezbolá es una estructura que abarca todas las actividades, desde las asistenciales, a las de policía, representación, justicia, gobierno… Es un Estado –indeseable– dentro del Estado. Su rama militar es más efectiva y poderosa que el propio ejército libanés y su rama política controla la formación del gobierno y el parlamento. Como puede deducirse, eso no se decapita. Se puede debilitar, incluso se puede obligar a pactar un alto el fuego en condiciones aparentemente onerosas para sus intereses, pero no se puede hacer desaparecer. La única posibilidad de cambio efectivo es la desaparición de la rama militar de Hezbolá por disolución o integración parcial en el ejército libanés, de tal forma que sus actividades estuvieran en todo momento supeditadas al interés nacional y no partidista. También aquí la acción de Israel a través del apoyo decidido a un Líbano renovado sería crucial. Actualmente, el Líbano es un Estado fallido, con una corrupción rampante, sin economía viable, sin control sobre su seguridad y sin futuro. Todo lo que ayude a revertir la situación y generar un relato de esperanza será bien acogido por la población libanesa que es quien padece en primer término todas las calamidades.

Hoy, Israel prolonga la campaña de bombardeos en Gaza y el Líbano, hecho de difícil justificación si atendemos a los objetivos iniciales que se planteó tanto en Gaza –destruir a Hamás, rescatar a los rehenes del 7 de octubre y lograr que Gaza no vuelva a ser una amenaza para Israel– como en el Líbano –impedir la acción de Hezbolá sobre Israel y garantizar el retorno de los 60.000 desplazados de su zona norte–.

No dudo que Israel acabará ganando todas las batallas que se plantee, otra cosa es cuándo y cómo acabará de librarlas. La guerra del relato es imposible ganarla, no hay legitimidad que soporte un goteo incesante de bajas civiles por más que quien origina esa terrible realidad es quien se esconde entre la población y se nutre con su martirio. De la misma forma, no hay sociedad que esté dispuesta a tolerar una guerra sin fin que arrebata las vidas de los más jóvenes y empobrece a la población.

El estado final deseado debiera ser un Oriente Medio en paz, un espacio de prosperidad compartida y un sistema de resolución pacífica de conflictos que los hay y seguirá habiendo. Desgraciadamente, no parece ser el horizonte deseado por el gabinete israelí, con su primer ministro al frente, ni el de Irán, muñidor y soporte del «Eje de la Resistencia» con sus deseos de hegemonía regional y su teocracia fundamentalista y antiisraelí.

Hay demasiados intereses espurios de las grandes potencias, que podrían embridar lo que ocurre, y nula voluntad de resolución del conflicto. Así nada va a cambiar salvo a peor: guerra sin fin.

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