La macabra historia de la bruja de Fontibón, una de las asesinas más peligrosas del país

La macabra historia de la bruja de Fontibón, una de las asesinas más peligrosas del país

Cuando la esposa de Carlos Julio Montaña entró a su casa, supo que algo no estaba bien. El almuerzo que había dejado servido seguía sobre la estufa, frío, intacto. En el segundo piso, la inquilina —María Concepción Ladino, conocida por el barrio como doña Conchita— murmuraba rezos. Era una mujer que vivía de eso: de ofrecer plegarias, limpias y brebajes a cambio de dinero o favores. Allí, en esa casa de Fontibón, también estaban Carlos Julio Montaña y sus tres hijos.

Cuando la esposa de Carlos Julio preguntó por su esposo, la rezandera, con una frialdad que solo tienen los psicopatas, respondió: “No lo despierte, está en trance”.

El olor a parafina barata se había tomado toda la casa desde hacía un par de meses. La bruja le dijo a los tres hijos y a la esposa del señor Carlos Julio que bajaran al primer piso a rezar por el trance que él estaba llevando. Los cuatro bajaron. Pero uno de los hijos del señor Montaña, escuchaba escéptico las oraciones extrañas que doña Conchita recitaba. En el fondo, no entendía por qué la policía se demoraba tanto. Hacía cuentas de cuánto tiempo había pasado desde que los llamó a escondidas de doña Conchita y le pedía a Dios que los enviara rápido.

Cuando María Concepción le dijo a la señora Montaña que Carlos Julio se encontraba en un trance espiritual, el joven, hijo de Carlos Julio, quiso decirle a su madre lo que pasaba, pero el miedo que le tenía a la rezandera lo hizo guardarse con gran valentía el secreto de haber visto el cadáver de su padre acostado en la cama matrimonial sobre un charco de sangre que le vertía del cuello.

La esposa de Montaña, guiada por el presentimiento que sintió desde que entró a la casa, interrumpió los rezos y subió corriendo. Lo que encontró confirmó lo que intuía: su marido estaba muerto en la cama donde habían pasado tantas noches de idilio. Apenas tuvo tiempo de reaccionar cuando doña Conchita apareció tras ella y se sorprendió con el cadáver. Dijo que llamaría a la policía. Pero el hijo, con voz temblorosa, le informó que ya lo había hecho.

La rezandera no perdió la compostura. Abrió la puerta con la intención de marcharse, pero cuando abrió la puerta dispuesta a irse, se encontró con dos agentes de policía que le dijeron que habían recibido la llamada de un joven diciendo que en esa casa había un muerto. Mientras le dio paso a los agentes para que hicieran lo correspondiente con el cadáver del señor Montaña, María Concepción actuó como una pariente más del difunto.

En el cuarto, frente al muerto, la esposa de Montaña se sentía culpable por haber dejado entrar esa mujer a su hogar, todo con la intención de mejorar un poco la economía de su familia con un ingreso extra. Ingreso que al fin y al cabo nunca se vio porque doña Conchita había convencido a la familia de aceptar sus servicios espirituales a cambio del arriendo.

A los días siguientes empezaron a llegar cartas por debajo de puerta de la casa de los Montaña. Las cartas parecían una broma de mal gusto, estaban firmadas a nombre del difunto Carlos Julio Montaña, quien aseguraba que se comunicaba desde el más allá y le pedía a su esposa que le confiara las escrituras de la casa a doña Conchita.  

Al principio la viuda tuvo miedo de las represalias que pudiera tomar la señora María Concepción, entonces no demandó la muerte de su esposo. Sin embargo, un día se llenó de valentía e interpuso la demanda ante la Fiscalía. Tampoco le entregó las escrituras, aunque estuvo a punto. El caso de Carlos Julio Montaña quedó archivado como uno más de los que ocurren en este país.

Con los días, María Concepción Ladino desapareció como por arte de magia. Se marchó a otra casa, aunque no abandonó la localidad de Fontibón. Esta vez su víctima fue Nebardo Adalberto Guevara, un hombre que creía que sus carros —una camioneta y un taxi— estaban “salados”. Un cuñado le habló de la bruja que quitaba maleficios, y Adalberto la buscó. Ella le dijo que la mala suerte no era solo de los carros, sino de él, y que podía curarlo por un millón y medio de pesos.

Foto de María Concepción Ladino

Doña Conchita empezó a bañar al señor y a darle brebajes de agua verde. Pero nada le quitaba, sal a Guevara y este puso los carros en venta. Entonces, ella le dijo que tenía un hijo que fijo se los compraba. Guevara le dio el taxi con una promesa de pago. Al mes le entregó la camioneta por once millones en cheques posfechados. Cuando se acercaba el día de cobrar los cheques, la santera le dijo a Guevara que se encontraran en el río Cáqueza, a las afueras de Bogotá, para hacerle un cambio de imagen, para que los espíritus de la mala suerte no lo reconocieran y lo dejaran en paz.

La esposa de Adalberto dice que desde el día que su esposo salió a cumplir la cita con doña Conchita, no volvió a saber de él. Con el paso de los días, empezaron a llegar cartas a la casa de Adalberto Guevara en las que decía que confiara en la señora María Concepción. La esposa de Adalberto no confió y demandó a la bruja.

Con dos demandas encima, la rezandera huyó de Bogotá y apareció en Bucaramanga. Allí se hizo llamar la “Hermana María”. En la ciudad conoció a Heidy Forero, una joyera que quería que las malas energias se fueran de su local. La bruja le ofreció limpiarlas a cambio de joyas y dinero, prometiendo que los espíritus multiplicarían su fortuna. La credulidad de Heidy la llevó a entregarle todo lo que tenía.

Con el botín en sus manos, la Hermana María se llevó a Heidy a las afueras de la ciudad. Le dio una bebida cargada de benzodiacepinas. Cuando Heidy cayó dormida, la bruja roció el carro con gasolina y lo incendió con ella adentro.

Todos los que conocían a Heidy Forero coincidieron que la única que pudo haberle hecho eso era la bruja. Por esta razón, María Concepción se devolvió para Bogotá, donde hizo su última acción criminal. Las víctimas fueron las hermanas Bello Clavijo, quienes acudieron a la bruja para que las ayudara a salvar a su mamá que tenía cáncer. La bruja pidió que le llevaran la herencia que tenían las hermanas como ofrenda a los espíritus.

La ilusión que tenían las hermanas Bello Clavijo de que la madre se salvara, hizo que le llevaran los trece millones a María Concepción. Pasadas unas semanas, el cáncer le ganó la batalla a la señora Clavijo. Después de la sepultura, las tres hermanas fueron a pedirle garantía a la rezandera por el trabajo realizado.

La bruja dijo que les devolvería el dinero y que, además, les daría una indemnización. Pero tenían que ir a Tobia, Cundinamarca, para que el ritual tuviera efecto. En el camino, les dio un brebaje con benzodiacepina. Las tres hermanas quedaron profundamente dormidas. Cuando llegaron a la zona boscosa de Paso del Rejo, la santera pagó a dos matones que bajaron a las tres hermanas, las pusieron a la orilla de la quebrada y les rompieron el cráneo a cada una con las piedras redondas de río.

Habían pasado cuatro años desde la muerte de Carlos Julio Montaña. Cuando los chulos empezaron a sobrevolar el bosque de Paso del Rejo, los vecinos del sector alertaron a las autoridades, quienes encontraron los cuerpos descompuestos de las tres mujeres Bello Clavijo.

El hermano de las tres hermanas, Santiago Bello, denunció el crimen y su testimonio llevó a la Fiscalía a desempolvar los viejos expedientes de María Concepción Ladino. Los agentes del CTI entendieron entonces que estaban frente a una asesina serial. La rastrearon hasta capturarla.

Cuando la detuvieron, gritó que tenía cáncer. No lloró. No pidió perdón. Su rostro empezó a aparecer en los periódicos, y con él, nuevas víctimas: vecinos de Ciudad Jardín que aseguraron haber sido estafados por sus “poderes espirituales”.

Con las pruebas y los testimonios acumulados, en el 2002 la justicia la condenó a 39 años y 11 meses de prisión por homicidio agravado, estafa y falsedad en documento.

Desde el año 2009 fue revelado por el diario El Tiempo que doña Conchita paga su condena desde casa, y está en el listado de internos de vigilancia especial porque los delitos por los que fue condenada podría cometerlos en su casa.

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