Terco, trabajador y adelantado a su tiempo. Así fue el empresario que transformó Medellín y cambió el rumbo del país con su audacia
En una época en la que Medellín era apenas una villa de techos de teja y calles de piedra, Carlos Coriolano Amador Fernández ya hablaba de máquinas, bancos y minas. Nació en 1835 en una ciudad que apenas despertaba al comercio y murió en 1919 dejando una huella que aún atraviesa la historia empresarial de Antioquia. Lo llamaban “El Burro de Oro”, un apodo que mezclaba admiración y ironía, pero que terminó por definirlo: un hombre testarudo, trabajador hasta el exceso, y capaz de convertir su terquedad en riqueza.
Hijo de Juan Nepomuceno Amador y Antonia Fernández, creció en una familia de clase media antioqueña, con raíces españolas y un fuerte sentido del trabajo. Desde joven mostró una inclinación poco común hacia los negocios. No se formó en universidades prestigiosas, pero aprendió en el terreno, comprando y vendiendo café, oro y textiles en una Antioquia que empezaba a abrir caminos entre montañas.
Su primer gran paso fue en el comercio del oro, cuando apenas tenía veinte años. En un tiempo en que el metal era símbolo de prosperidad y poder, Amador comprendió que el verdadero negocio no estaba en las vetas sino en organizar el comercio que las rodeaba. Fue pionero en la modernización de las minas de Santo Domingo y Amalfi, donde introdujo sistemas de extracción más eficientes y maquinaria importada.
Coriolano Amador, el hombre detrás del primer automóvil y de los grandes bancos
A finales del siglo XIX, cuando Europa se transformaba con trenes y fábricas, Amador empezó a ver en la industrialización una oportunidad para Antioquia. En 1899 trajo a Medellín el primer automóvil que rodó por las calles de Colombia, un vehículo que despertó tanta curiosidad como desconcierto. Algunos vecinos lo siguieron con asombro, otros lo tildaron de locura. En una ciudad donde las mulas aún eran el principal medio de transporte, aquel carro simbolizaba un futuro que pocos imaginaban posible.
Foto tomada por Benjamín de la Calle en 1914. Cortesía Biblioteca Pública Piloto.
Pero más allá del gesto visionario, Amador fue clave en la construcción del sistema financiero antioqueño. Participó en la creación de bancos, empresas mineras y textiles, y se asoció con otros industriales para impulsar el desarrollo económico regional. Fue uno de los fundadores de la Compañía Antioqueña de Transportes, del Banco Popular y del Banco de Sucre, además de ser accionista de Coltejer y otras industrias nacientes.
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Su influencia fue tan grande que, hacia 1900, era considerado uno de los hombres más ricos de Colombia. Pero su riqueza no provenía solo del dinero: también de su capacidad para ver más allá del tiempo en que vivía. Mientras la mayoría pensaba en haciendas o fincas, él hablaba de fábricas, vapor y capital.
Entre tragedias, fortuna y un viaje que nunca tomó
Coriolano Amador también conoció la tragedia. En 1897, la explosión del tranvía de Medellín, un accidente que marcó la historia de la ciudad, le arrebató parte de su fortuna. Sin embargo, el episodio más recordado ocurrió años después, y casi le cuesta la vida.
Coriolano Amador.
En 1912, Amador tenía todo listo para embarcarse en el Titanic, el transatlántico británico que prometía ser la joya del progreso moderno. Había comprado su boleto y planeaba viajar desde Europa a América, pero una demora en su itinerario lo obligó a aplazar el viaje un día. Ese retraso, que parecía una simple molestia, lo salvó de morir en el naufragio más famoso del siglo XX.
La historia, contada por sus descendientes y recogida en crónicas de Teleantioquia y El Colombiano, se convirtió en parte del mito que rodea su figura. El empresario que trajo el primer carro del país también fue el hombre que, por un capricho del destino, no abordó el barco más trágico de la historia moderna.
El legado de Coriolano Amador, el Burro de Oro
Coriolano Amador murió en 1919, dejando un legado que aún se estudia en universidades y centros de historia empresarial. Su visión ayudó a cimentar el modelo de empresa antioqueña que marcaría el siglo XX: austera, disciplinada, familiar y profundamente ligada al trabajo.
El Museo de Arte Moderno de Medellín (MAMM) conserva un retrato suyo, obra de Francisco Antonio Cano, como símbolo del espíritu emprendedor que definió a la ciudad. La Cámara de Comercio de Medellín también lo recuerda entre los 100 empresarios más influyentes de la historia, destacando su capacidad para entender el valor del capital cuando el país apenas aprendía a pronunciar esa palabra.
“Era un visionario con alma de obrero”, escribió un periodista de El Tiempo hace algunos años. Y quizás esa sea la mejor forma de describirlo. Porque Coriolano Amador no solo acumuló fortuna: ayudó a fundar una mentalidad, la del empresario que ve en cada dificultad una veta de oro.
Más de un siglo después, su historia sigue siendo un recordatorio de cómo la terquedad, esa que le valió el apodo de Burro de Oro, puede convertirse en el combustible del progreso.
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