A finales de los años cuarenta, Georges Franju se disponía a filmar la vida en la periferia de París pero unos edificios cerca del canal de Ourcq llamaron especialmente su atención: los mataderos donde se sacrificaban las reses destinadas a alimentar a toda la ciudad. El francés retrató esas factorías de la matanza animal con extrema parsimonia en el corto La sangre de las bestias (1949), quizás uno de los documentales más terroríficos nunca hechos.
El futuro director de Los ojos sin rostro yuxtaponía las tomas objetivas de reses y caballos siendo sacrificados con pinceladas de las vidas humanas que giraban en torno a su ejecución, la fuerza de trabajo de la industria cárnica, creando un inquietante efecto que se llamó ultrarrealismo: fijarse en la descarnada realidad de un acto cotidiano, invisibilizado por su normalización, hasta exponerlo como sinsentido surrealista.
Un desplazamiento similar opera dentro de Tardes de soledad, la película con la que Albert Serra compite por primera vez por la Concha de Oro en el Festival de San Sebastián. Se trata de un documental que durante dos horas acompaña al torero Andrés Roca Rey en diversas corridas de toros filmadas mediante teleobjetivo con absoluto detalle de estocadas, carne desgarrada y sangre manando a borbotones. La tauromaquia en primer plano pegado a los cuerpos; del toro y del torero.
Franju filmó La sangre de las bestias en blanco y negro porque consideraba que el público no soportaría ver en color lo que estaba mostrando. En cambio, Serra ha creado una obra pictórica empapada de sangre y sudor, arena empapada y trajes de luces rasgados. Sin más narración que el discurrir de las corridas, los trayectos de una plaza a otra (las señales de localización geográfica se han minimizado de tal manera que quedan casi indistinguibles) y los toros ejecutados.
En ese sentido, Tardes de soledad es un trabajo de objetividad admirable. Su nivel de implicación es mínimo: la cámara recoge el espectáculo de crueldad al que están asistiendo en directo cientos de personas en la plaza y sobre el que se ha dibujado todo un andamiaje cultural que da escalofríos, y simplemente lo acerca a los ojos para que cada espectador experimente su nivel de repulsa o atracción hacia la carnicería.
Los ángulos de cámara y los encuadres recortan la acción de tal modo que solo queda la abstracción sangrienta. La repetición y dilatación de los tiempos que son tan características del director de Liberté (2019) contribuyen a la nebulosa narrativa de un continuo en que Roca Rey va de una plaza a otra toreando, recibiendo cornadas y las alabanzas constantes de su equipo durante los trayectos. Vive. Mata. Repite.
El torero encaja a la perfección en el frontón de personajes de Serra junto al embajador colonial de Benoît Magimel en Pacifiction (2022), el monarca de La muerte de Luis XIV (2016) o el Casanova de Historia de mi muerte (2013). Representantes de un privilegio decadente, entre aturdidos y paranoicos, aupados por una camarilla zumbona de aduladores necesarios para mantener la ilusión ante un abismo de cuya amenaza son los más conscientes. El miedo torero, que se dice.
Asumiendo que en una película sobre toros la explicitud sangrienta no iba a faltar, quizás lo más desasosegante de toda la experiencias sea asistir a esos trayectos en microbús donde se profieren ánimos y palmadas en espalda ante un Roca Rey absorto en sus propios pensamientos y preocupado por su desempeño. Una clase de vulnerabilidad muy distinta a la que supone ponerse delante de una cornamenta, y ante la que es mucho más humano empatizar.
El resto es la barbarie disfrazada de cultura sobre la que esta película quizás no cambie la opinión ya formada de nadie. O quizás sí, con su acercamiento al sufrimiento, con una cercanía impensable en las retransmisiones televisivas de las corridas, y un portentoso trabajo de sonido que permite sentir en la nuca la respiración agónica de los toros moribundos y la expresión enloquecida en los rostros antes de las estocadas.
Como demostró Franju con La sangre de las bestias, para transmitir la terrible realidad de algo que se da por normalizado muchas veces solo hace falta enseñar bien en lo que ocurre. Quedarse a solas con la imagen, como el torero ante el toro.
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